Víctor Mideros
Nació en el pueblo de San Antonio de Ibarra el 28
de marzo de 1888, siendo hijo legítimo del terrateniente y comerciante Federico
Mideros y su esposa, Carmen Almeida. Sus hermanos Enrique y Luis también se
destacaron en los campos de la pintura y la escultura respectivamente. Sus
estudios formales de primaria los cursó en su pueblo natal, mientras que los de
secundaria en el Colegio Seminario de la ciudad de Ibarra, de donde se graduó
en 1905.
Contrajo matrimonio con María Eloísa Navarrete
Torres alrededor de 1930, con quien tuvo cuatro hijos:
Boanerges Mideros Navarrete, pintor
Raúl
Mideros Navarrete, arquitecto
Enna
Mideros Navarrete, religiosa
Mariana
Mideros Navarrete, religiosa
Al final de su vida padecía de afecciones
cardiacas y falleció en la ciudad de Quito el 9 de octubre de 1967, a los 81
años de edad, dejando inconclusa su obra Maranatha (Ven, Espíritu Divino). Sus
últimos años los vivió en una gran casa esquinera ubicada en la avenida 10 de
Agosto y calle Portoviejo, donde también tenía su estudio de arte.
Formación artística
Después de haber aprendido a temprana edad las
bases de la acuarela y la pintura al óleo en los talleres de los maestros Luis
Toro Moreno y Rafael Troya, en 1906 Mideros viajó a Quito para seguir medicina
en la Universidad Central, a la par que estudiaba en la Escuela de Bellas
Artes. Para 1915 obtuvo medalla de oro en la Exposición Nacional, al año siguiente
el premio a la pintura de figura humana en la II Exposición Anual de Bellas
Artes, mientra que en 1917 se convirtió en el primer premio de la primera edición
del Salón Mariano Aguilera.
En 1918, y tras retratar a una de las hijas del
presidente Alfredo Baquerizo Moreno, éste le nombró secretario de la Embajada
de Ecuador en Italia con el fin de que Mideros pudiera ampliar sus
conocimientos artísticos durante su estadía en Roma.3 Antes de partir en 1919,
dejó varias obras, sobre todo costumbristas que retrataban a indígenas y
paisajes andinos, y el mural que decora la capilla de la Catedral Metropolitana
donde descansan los restos de Antonio José de Sucre.
Mientras estuvo en Italia asistió a las Escuelas
de pintura italiana, inglesa y española, donde pudo perfeccionar aún más su
técnica. En 1921 viajó a Francia y España, donde se convirtió en miembro del
Círculo Internacional de Artistas y de la Academia de Bellas Artes San
Fernando. En 1922, mientras vivía en New York con su hermano Luis, éste sufrió
un atentado del Ku Kux Klan del que afortunadamente salió ileso, por lo que
Víctor pintó en agradecimiento el lienzo Mi Reino no es de Este Mundo, que
obsequió al convento de Santo Domingo en Quito.
Regresó a Ecuador en 1924 y fue nombrado profesor
de la Academia de Bellas Artes, de la que fue también director entre 1933 y
1937, época en la que se convirtió en el pintor de moda de la alta sociedad
quiteña. La mayor parte de su trabajo tras el regreso al país se lo debió al
apoyo de su mayor mecenas y protectora, la aristócrata viuda María Augusta
Urrutia, para quien pintó entre otras obras una afamada serie de cuatro
arcángeles.
Técnica y valoración
Se puede afirmar que la obra de Mideros, iniciada
dentro de un naturalismo de tendencia impresionista, alcanzó sus mejores logros
en el tema religioso, al que matizó con cierto esoterismo de raíz simbólica y
claro origen rosacruciano. Él mismo solía decir que pintaba sus obras con la
paleta de Dios, porque utilizaba los siete colores del arco iris y un profundo
estudio del color, logrando así iluminar sus pinturas.
Jueces, profetas, la Virgen y Cristo en los
estertores de su agonía o en la impotente majestad de su resurrección, encarnan
los motivos fundamentales de este pintor, que encontró en la Biblia un manantial
perenne de inspiración. Extraños signos de presagio imprimen su obra un matiz,
más que místico, religioso. En ella se adivinan y columbran los invisibles
resplandores de la ciudad de Dios, siempre diluida en la más lejana
perspectiva, como una promesa inalcanzable.
Según Rodríguez Castelo: Mideros pintaba en una
luz penumbrosa, con ojos de iluminado, tocado con un gran gorro de piel. Había
dado definitivamente el paso del simbolismo - que es tan rico y hondo
poéticamente - a la alegoría que no es sino una suerte de amplificación
retórica. Su pintura no era ya enigmática: era catequética.
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