martes, 17 de mayo de 2016

HISTORIA DE LA PICTURA EN EL ECUADOR




Víctor Mideros
Nació en el pueblo de San Antonio de Ibarra el 28 de marzo de 1888, siendo hijo legítimo del terrateniente y comerciante Federico Mideros y su esposa, Carmen Almeida. Sus hermanos Enrique y Luis también se destacaron en los campos de la pintura y la escultura respectivamente. Sus estudios formales de primaria los cursó en su pueblo natal, mientras que los de secundaria en el Colegio Seminario de la ciudad de Ibarra, de donde se graduó en 1905.
Contrajo matrimonio con María Eloísa Navarrete Torres alrededor de 1930, con quien tuvo cuatro hijos:
Boanerges Mideros Navarrete, pintor
 Raúl Mideros Navarrete, arquitecto
 Enna Mideros Navarrete, religiosa
 Mariana Mideros Navarrete, religiosa
Al final de su vida padecía de afecciones cardiacas y falleció en la ciudad de Quito el 9 de octubre de 1967, a los 81 años de edad, dejando inconclusa su obra Maranatha (Ven, Espíritu Divino). Sus últimos años los vivió en una gran casa esquinera ubicada en la avenida 10 de Agosto y calle Portoviejo, donde también tenía su estudio de arte.
Formación artística
Después de haber aprendido a temprana edad las bases de la acuarela y la pintura al óleo en los talleres de los maestros Luis Toro Moreno y Rafael Troya, en 1906 Mideros viajó a Quito para seguir medicina en la Universidad Central, a la par que estudiaba en la Escuela de Bellas Artes. Para 1915 obtuvo medalla de oro en la Exposición Nacional, al año siguiente el premio a la pintura de figura humana en la II Exposición Anual de Bellas Artes, mientra que en 1917 se convirtió en el primer premio de la primera edición del Salón Mariano Aguilera.
En 1918, y tras retratar a una de las hijas del presidente Alfredo Baquerizo Moreno, éste le nombró secretario de la Embajada de Ecuador en Italia con el fin de que Mideros pudiera ampliar sus conocimientos artísticos durante su estadía en Roma.3 Antes de partir en 1919, dejó varias obras, sobre todo costumbristas que retrataban a indígenas y paisajes andinos, y el mural que decora la capilla de la Catedral Metropolitana donde descansan los restos de Antonio José de Sucre.
Mientras estuvo en Italia asistió a las Escuelas de pintura italiana, inglesa y española, donde pudo perfeccionar aún más su técnica. En 1921 viajó a Francia y España, donde se convirtió en miembro del Círculo Internacional de Artistas y de la Academia de Bellas Artes San Fernando. En 1922, mientras vivía en New York con su hermano Luis, éste sufrió un atentado del Ku Kux Klan del que afortunadamente salió ileso, por lo que Víctor pintó en agradecimiento el lienzo Mi Reino no es de Este Mundo, que obsequió al convento de Santo Domingo en Quito.
Regresó a Ecuador en 1924 y fue nombrado profesor de la Academia de Bellas Artes, de la que fue también director entre 1933 y 1937, época en la que se convirtió en el pintor de moda de la alta sociedad quiteña. La mayor parte de su trabajo tras el regreso al país se lo debió al apoyo de su mayor mecenas y protectora, la aristócrata viuda María Augusta Urrutia, para quien pintó entre otras obras una afamada serie de cuatro arcángeles.
Técnica y valoración
Se puede afirmar que la obra de Mideros, iniciada dentro de un naturalismo de tendencia impresionista, alcanzó sus mejores logros en el tema religioso, al que matizó con cierto esoterismo de raíz simbólica y claro origen rosacruciano. Él mismo solía decir que pintaba sus obras con la paleta de Dios, porque utilizaba los siete colores del arco iris y un profundo estudio del color, logrando así iluminar sus pinturas.
Jueces, profetas, la Virgen y Cristo en los estertores de su agonía o en la impotente majestad de su resurrección, encarnan los motivos fundamentales de este pintor, que encontró en la Biblia un manantial perenne de inspiración. Extraños signos de presagio imprimen su obra un matiz, más que místico, religioso. En ella se adivinan y columbran los invisibles resplandores de la ciudad de Dios, siempre diluida en la más lejana perspectiva, como una promesa inalcanzable.
Según Rodríguez Castelo: Mideros pintaba en una luz penumbrosa, con ojos de iluminado, tocado con un gran gorro de piel. Había dado definitivamente el paso del simbolismo - que es tan rico y hondo poéticamente - a la alegoría que no es sino una suerte de amplificación retórica. Su pintura no era ya enigmática: era catequética.


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